¡Cumbre!

Rusia. República Kabardino-Balkaria. Cáucaso Norte. Cumbre oeste del volcán Elbrus. 5.642 metros de altitud. -2º C de temperatura y 0 Km/h de velocidad del viento. Son las 10.30 h del 8 de agosto de 2010 y el cielo luce claro y despejado. Una mañana radiante. Una jornada inolvidable.

El Elbrus me lo puso fácil. Con una casuística absolutamente excepcional, sin frío y sin viento, alcanzar el techo de Europa se convirtió en un reto largo para la mente y ligeramente inclinado para el cuerpo. Por eso, estos días, ya de vuelta en casa y respondiendo a quien me ha preguntado, he asegurado que para ascender esta montaña he tirado más de la cabeza que de las piernas. Hay montañas que se logran hollar así. Si te apetece leer cinco minutos te lo explico.

Oscuridad
Días antes de pisar el Elbrus, desde el monte Cheget, situado justo enfrente, al otro lado del valle de Baksan, pude ver las dimensiones descomunales del volcán y la primera parte del recorrido desde Barrels hasta el primer giro, el que conduce al collado que separa las dos cumbres del Elbrus. Fue ante esta visión cuando algo en mi interior me dijo que alcanzar mi objetivo dependería más de mis decisiones sobre el terreno y de la voluntad que pusiera en el empeño, y no tanto de mi estado físico, que para esta ocasión no era excepcional, más bien al contrario. Y así fue.
Inicié el ascenso poco antes de las cinco de la mañana desde más abajo de Pastukova Rocks, rompiendo la oscuridad de la noche con el haz blanco de luz que surgía de mi potente frontal. Poco frío, puede que -5º C. Ya en ese punto, a unos 4.500 metros de altitud, los acelerados latidos de mi corazón y la realidad de una menor cantidad de oxígeno en mis pulmones se encargaban de recordarme constantemente que estaba moviéndome a una altura a la que mi cuerpo no estaba acostumbrado. No hubo días para aclimatar suficiente y tenía por delante algo más de 1.100 metros de desnivel positivo y entre cinco y seis horas para superarlos, según mis cálculos. Luego vendría el descenso de ese mismo desnivel, que esperaba superar en menos de dos horas. Por tanto, la estrategia pasaba por adoptar una postura conservadora y sobre todo humilde y respetuosa con lo que tenía por delante.
Durante los dos primeros tramos antes de dirigirme hacia el collado, la ruta seguía una línea recta tediosa, monótona y eterna hasta una diagonal igualmente tediosa, monótona y eterna. Visto desde el Cheget, este trayecto tomaba la forma de las manecillas de un reloj marcando las seis menos diez. Me enfrenté a sus rampas contando pasos y no pensando en nada más que en no perder la cuenta. Me impuse seguir el ritmo del grupo, de cuatrocientos pasos y pausa para regular los ritmos respiratorios y cardíacos antes de enfrentarme a los cuatrocientos siguientes.

Luz
A las cinco y media pasadas, el alba. Los primeros rayos del sol brillaron a mi derecha. Instintivamente giré la cabeza a la izquierda y, sí, allí estaba la sombra del Elbrus proyectada sobre el horizonte cubriendo valles y picos cercanos. El momento del amanecer, cuando nacen los colores y el calor, siempre tiene una magia especial que todos los montañeros gustamos de contemplar, sentir y sobre todo vivir. Al abandonar la oscuridad dejamos atrás los fantasmas y con ellos buena parte de los miedos. La luz y el calor despiertan la alegría y el optimismo y aportan una energía revitalizadora al cuerpo.
Así, con este nuevo despertar, superaba a buen ritmo los 5.000 metros. Al superar la imaginaria curva de nivel de los 5.000 parece que cuesta más dar cada nuevo paso, que debes luchar más por avanzar cada metro. También es cierto y alentador que al sobrepasarla me acercaba cada vez más a mi objetivo. Fue entonces cuando decidí que sería mejor cambiar el ritmo de marcha y moderarme, aunque eso suponía descolgarme de algunos de mis compañeros de ascensión y dejar que poco a poco se fueran alejando de mí. Por detrás, calculé que a unos quince minutos, venían el resto de compañeros. Entre unos y otros, yo, solo con mis pensamientos sólo llenos de pasos.
Seguí avanzando tranquilo, buscando la conciencia para cada uno de mis movimientos. Poco a poco fui bajando la cadencia. De cuatrocientos a trescientos. De trescientos a doscientos. De doscientos a cien. Finalmente, arrítmico perdido por la inclinación y los efectos de la altura en mi organismo.
Ante tal descontrol, adopté una segunda decisión. Cambié de estrategia para impedir que fueran las necesidades del cuerpo las que mandaran sobre las necesidades de la voluntad, enfocada al objetivo y no al sufrimiento, el dolor o el cansancio. Frente a la anarquía que reinaba en aquel momento, me fijé un ritmo más lento y una cadencia más cómoda: cuarenta y dos pasos. Ni cuarenta ni cincuenta, cuarenta y dos justos, uno por cada kilómetro que se corre en la maratón y por aquello de buscar la justificación al siguiente micro objetivo que te has marcado, aquel que encadenado a otros micro objetivos te ayuda a avanzar un trecho y otro y otro…
Este ritmo pausado no frenó el adelantamiento de componentes de otras expediciones que iban más despacio, que necesitaban realizar un mayor número de paradas o que, sencillamente, llenaban de más tiempo sus descansos. En uno de estos adelantamientos, a mi paso y sin mediar palabra, un desconocido me ofreció té caliente del cazo del que estaba bebiendo. Acepté y agradecí la invitación con una sonrisa y alguna expresión en inglés que no soy capaz de recordar. Lo que nunca olvidaré fue el gesto que tuvo aquel montañero anónimo, un gesto sincero, sencillo y amable difícil de encontrar en cualquier otro lugar que no sea una montaña… Bueno, y aún en la montaña también empieza a serlo…

Fuerza
Superada la diagonal me dispuse a recorrer el tercer tramo, una nueva diagonal en ligero descenso que conduce al collado que separa las cumbres este y oeste del Elbrus. Aunque me encontraba físicamente bien, a más de 5.000 metros mi mente empezaba a funcionar diferente, más lenta e imprecisa, de ahí mi dificultad para determinar la longitud de este tramo. Podrían ser unos 300 metros.
El transitar por ellos resultó perfecto para inyectar moral después de tanto subir y subir sin una sola repisa plana. Al llegar al collado descargué la mochila de mi espalda, puse la chaqueta de Gore sobre la nieve y me senté encima de ella. ¡Había llegado el momento de descansar y alimentar el cuerpo!
No tenía hambre, pero para seguir avanzando con garantías y alejar cualquier sombra de “pájara” tenía que reponer el combustible consumido. Me hice con un par de galletas que me obligué a tragar. El agua me ayudó a conseguirlo. Sabía fatal, era malísima. Procedía de la nieve del glaciar, que una vez fundida y hervida sabía a no-sé-qué. Sospecho que tan mal sabor era consecuencia directa de las pérdidas de aceite y gasóleo de las Retrak, las quitanieves y transportes orugas que se mueven por la zona de Barrels. Ni siquiera las pastillas que utilizo para enriquecer con sales y minerales el “vacío” del agua de glaciar podía enmascarar el asqueroso sabor. Hasta tal punto me repugnaba esa mezcla que en un intento desesperado por mejorarla decidí añadirle otro líquido que también me resultaba repugnante, aunque menos. Era el zumo de cereza que la cocinera de Barrels nos había dado. Pero ni por estas. Seguí con la sensación de hidratarme con sucedáneo de petróleo.
Una vez nutrido e hidratado por obligación, seguí un tiempo más sentado, escuchándome. Nada protestaba en mi interior. Tampoco en mi exterior. La conclusión fue rápida: estaba bien y, por tanto, confiado de superar lo que quedaba por delante. La decisión de marcar mi propio ritmo fue un acierto para llegar al collado con tan buenas sensaciones. Estaba sólo a unos 300 metros de desnivel de la cumbre. Dicho de otro modo, a menos de dos horas de ver un buen pedazo de Europa desde arriba. Tenía la moral alta.

Intensidad
Tal vez por tal cúmulo de buenas sensaciones sentí de nuevo un momento mágico. Miré a mi alrededor y pensé en la suerte que tenía de estar donde estaba y de vivir lo que vivía. Recuerdo que elevé un pensamiento de agradecimiento a la montaña por lo bien que me estaba tratando hasta entonces y le pedí unas horas más de aquella paz.
Antes de empezar esta aventura, cuando sólo alcanzaba a imaginar lo que sería, temía a los vientos casi permanentes que azotan las laderas y cumbres del Elbrus. El extinto volcán se encuentra aislado del resto de montañas cercanas y unos mil metros por encima de todas ellas, por eso siempre está barrido por fuertes vientos que hacen bajar muchísimo la sensación térmica y convierten la nieve en peligroso hielo. Pero aquel 8 de agosto era una excepción, como también lo fueron los seis días anteriores. Sin embargo para el 9 y 10 se esperaba un cambio radical de tiempo, un frente tormentoso… No nos pillaría.
Puesto en pie, estudié el largo flanqueo en diagonal ascendente que tenía ante mí. La cumbre no se veía desde el collado, quedaba escondida, pero podía sentirla muy muy cerca.
Transcurridos unos diez minutos, quizás quince -el tiempo aquí tiene algo de relativo-, recogí los bártulos y respiré todo lo profundamente que pude antes de reiniciar la marcha. Fueron pocos pasos, pues me encontré de frente con Pepa y Andrés, los primeros del equipo en hacer cumbre y también en iniciar el descenso. Primeros besos, abrazos y felicitaciones. Primeros “ya lo tienes, Lluís”. Sin más demora, ellos siguieron su descenso. Yo seguí mi ascenso.
Con la nieve perfecta y las puntas de los crampones bien clavadas en ella, inicié el último flanqueo importante de la ascensión. También el de mayor inclinación y el más expuesto, aunque sin alarmismos gracias a una nieve poco menos que ideal. A esta altitud y con esta pendiente, mi ritmo era de 25-30 pasos antes de parar, respirar y bajar un poco las pulsaciones y la potencia de cada sístole y diástole de mi corazón. Me acercaba a los 5.400 metros y percibía que muchos de los montañeros que tenía cerca sentían y mostraban los efectos de la altura. Algunos andaban como zombies, extremadamente lentos e incluso tambaleándose. Otros no andaban, sencillamente estaban tumbados, completamente mareados, con náuseas y vómitos. Es la borrachera de la altitud.
Esta escena siempre resulta dura, al menos para unos ojos despiertos y una mente bastante lúcida, como lo estaba aún la mía. ¿Por qué? Porque en otras ocasiones o momentos ellos has sido tú, por eso cuando ves aquellas personas sabes lo que están pasando, lo que sufren en su empeño de ir un poco más arriba, en su voluntad de luchar para seguir y desoír el deseo de retirada…
De repente, mientras intentaba centrarme en dar unos pasos más llegaron más besos, abrazos y felicitaciones. También un “Lluís, está aquí mismo”. Esta vez me reencontraba con Coque, Chiri, Eloy, Montse, Quim y Marc, que ya habían hecho cumbre. Sus pasos eran más ligeros, hacia abajo y con la satisfacción de “haber estado arriba”. A mí aún me tocaba seguir dando un paso tras otro sobre la nieve, pendiente arriba, y con la concentración necesaria para no cometer ningún error, ningún paso en falso…
Pocos metros antes de finalizar el flanqueo y dar el último giro, esta vez a la izquierda, aparecieron Carlos, Nuria y Jacobo. Les grité un “¡Viva Asturias!” al que ellos respondieron contentos con un “¡Y viva Cataluña!”. De nuevo, la emoción del reencuentro y del éxito tomó forma de besos y abrazos emocionados y sinceros.

Miedo
Próximo al cambio de rumbo y a encarar hacia la cumbre, dentro aún de este tramo un pelín expuesto, me fijo en un montañero que desciende. Estaba a unos cinco metros de mi posición. Marchaba solo, al menos en aquel momento, y estaba pasándolo mal, muy mal. Afrontaba el descenso del tramo expuesto con muchos nervios e inseguridad. Su cara era un poema, de terror. Me miró. Le miré. Sus maniobras con los crampones y el piolet eran de tarjeta roja y expulsión. Su miedo, y seguramente inexperiencia, resultaba un peligro para él, pero también para mí. Él bajaba por la misma traza que yo subía. Estábamos a tocar, el uno frente al otro. Si él patinaba yo tenía muchos números de acompañarlo ladera abajo. Intenté calmarlo. Le dije que sus crampones no fallarían, que confiara en el material que llevaba. Le advertí que lo único que podía fallar era él si seguía una técnica de progresión en descenso basada en el miedo. Se inclinaba hacia la montaña… Picaba tres veces seguidas con cada crampón en la nieve… No sabía qué hacer con el piolet… Le molestaba… Buscaba la falsa seguridad de apoyarse en la montaña… Pensé que su pánico podía ser consecuencia de padecer vértigo, porque su rostro reflejaba la existencia de un peligro que yo no alcanzaba a sentir o ver…
Le grité que se fijara en mis botas, en mis pasos. Quise que viera cómo fijaba todas las puntas de los crampones en la nieve sin necesidad de golpear una y otra vez sobre ella. Me pareció que atendía. “Slowly, please, slowly”, le dije al llegar hasta él. Le puse mi mano enguantada sobre el hombro en un intento de transmitirle mayor confianza y tranquilidad. Entonces iniciamos un descenso de dos o tres metros, acompañándole y guiándole desde atrás. Me pareció que conseguía que adoptara una postura más eficiente y segura para descender, pero no podía acompañarlo más, así que golpeé suavemente sus hombros para que girara su cabeza y mirándole a los ojos –no llevaba gafas de sol- le repetí que fuera lento y tranquilo, sin prisas. Otro golpe con mi mano derecha en su mochila fue mi señal de despedida, mientras con la izquierda le señalaba el camino. Levanté el pulgar inquiriéndole un “It’s ok? Are you ready?”. Afirmó con un imperceptible movimiento de cabeza. En todos este tiempo, que no sé cuánto fue, él no soltó palabra. No sé si era ruso o sudafricano, que de los dos había en el campo base.
Le desee suerte, me volví y seguí mi camino.

Lágrimas
A los pocos metros llegué al último giro. Cuando cambié el rumbo pude ver a lo lejos la cumbre. Ya llegaba, pero antes tenía que cruzar un espacio de suaves ondulaciones que por su parecido me trajeron a la memoria los últimos metros del Kilimanjaro.
Iba muy lento, pero delante de mí veía a un par de personajes que no sólo iban aún más lentos sino que además lo hacían tambaleándose, casi al unísono. Eran dos armarios roperos. En aquel momento pensé “Seguro que estos dos grandullones son rusos. Cuando te acerques a ellos pásalos deprisa, no sea que se te derrumben encima…”. Y así lo hice. Los pasé lo más rápido que pude y ya nadie ni nada me separa de aquel pequeño montículo que se alzaba delante, con una bandera indicando el final del trayecto.
Estaba eufórico, pero los 5.630 metros en los que me encontraba me impidieron alcanzar la cumbre tan rápido como yo deseaba. Faltaban sólo doce metros de desnivel y no podía más que andar 20 pasos antes de pararme en mitad de la última rampa, de unos veinte o veinticinco metros de longitud. Miré la bandera rusa, que con la ausencia de viento estaba inanimada, y al grupito de montañeros felices que disfrutaban de su cumbre. Ante la escena y mi situación, dije para mis adentros: “Hay que joderse que no hayas podido hacer de un tirón estos últimos metros”. Pero así son las cosas y así ocurren a 5.642 metros, es decir, no como uno quiere sino como uno puede. Cuerpo y mente llegan a trabajar a velocidades diferentes.
Último esfuerzo, últimos resoplidos y cumbre. Ya está. Hecho. Miré y admiré lo que había a mi alrededor y por debajo de mí. Di una vuelta de 360 grados con la cámara de fotos en posición vídeo y disfruté de un horizonte infinito. Estaba 1.000 metros por encima de todas las montañas que había alrededor. La sensación era fantástica… Hasta que llegaron las náuseas. Me tumbé justo al lado de la bandera rusa y vomité por dos veces. Mi cuerpo respondía así a lo que le había exigido y a la altitud a la que lo tenía expuesto. Lo mismo ocurrió en el Kili. Ahora sé que por encima de los 5.600 metros de altitud y a los pocos minutos de cesar la actividad, mi metabolismo tiene esta reacción. Dos sacudidas y como nuevo. Pedí a un ruso de los cinco o seis que había allí en aquel momento que me hiciera unas cuantas fotografías. El hombre encantado y yo aún más.
Había ocupado unas cinco horas y media de mi vida en llegar hasta la cima del Elbrus para estar poco más de cinco minutos disfrutándolo e iniciar el descenso. En el tramo más plano, justo al descender del montículo que es la cumbre, no pude reprimir un par de gritos y cuatro lágrimas. Me sentía sólo. Tremendamente solo. A ella la tenía muy lejos y me hubiera gustado tenerla allí, conmigo, como siempre.

Despedida
Desahogado de la emoción que sentía, volví a centrarme en lo que debía hacer. Ahora tocaba descender. Y eso requiere una atención mayor si cabe que la puesta durante el ascenso, más aún cuando el tramo de salida era aquel que exigía cierta precaución. Sin problema.
A escasos metros del collado me crucé con Javi y Leo, los dos compañeros que cerraban el grupo. Entonces fui yo quien animó a un último esfuerzo para alcanzar la cumbre y también fui yo quien recibió sus abrazos y felicitaciones por haberla hollado ya.
Ya de vuelta, iba pensando lo mucho que había disfrutado durante la ascensión y lo mucho que lo hacía en el descenso. Había acertado en marcar mi propio ritmo y también en la música que había elegido como banda sonora de mi soledad. Durante algunos tramos fui escuchando una lista de temas que había preparado en casa, una selección de canciones y músicas con ritmo, alegres y que personalmente me aportaban un alto grado de motivación y entusiasmo. Estos mismos temas ahora están irremediablemente asociados para siempre a mis recuerdos del Elbrus. Han sido la banda sonora de unos momentos muy especiales.
Convertí el descenso en un tiempo de placer, en un pequeño regalo. Como había conseguido subir sin agotar las fuerzas, bajé contento, mirando hacia aquí y hacia allí, parando a disparar algunas fotos… Además, bajo un cielo tranquilo, limpio y claro absolutamente increíble, tan perfecto que aquí resultaba imperfecto.
Después de un último flanqueo divisé las rocas Pastukova, abajo, a lo lejos. Aún tardaría en llegar unos veinte o treinta minutos, así que en total tardaría en completar el descenso más o menos una hora cuarenta o cuarenta y cinco minutos.
Uno de los grupitos de personas diminutas que alcanzan a ver mis ojos eran mis compañeros esperando el reagrupamiento. Andaba relajado, casi dejándome ir, escuchando y tarareando “When Love Takes Over” de David Guetta. Era y me sentía feliz.
A mi alrededor, algunos montañeros. Unos subían. Otros bajaban. Unos me adelantaban. A otros los adelantaba yo. Entre estos últimos encontré una cara conocida. Era el ruso o sudafricano al que había intentado ayudar. Pasé cerca de él. Iba concentrado, sin levantar la mirada del suelo. De hecho, creo que no mira nada, que no veía nada. A mi tampoco, claro. Me fijé en su cara y ya no hablaba de miedo. Su nueva expresión era la de aquel que se ha convencido de no volver jamás a una gran montaña. Ingenuo, no sabe que quien decide no es él, son ellas, las montañas. Ellas le han hablado, le han advertido y le han enseñado. Cuando sea consciente del mensaje sentirá de nuevo su llamada. Y mi amigo ruso o sudafricano acudirá a la cita. Estoy seguro.
Volví la mirada al frente, respiré profundamente y sonreí. Yo también quedaba a la espera de sentir la llamada. La de una nueva gran montaña. Me pregunto cual de ellas será la que me llamará.
Adiós, Elbrus.

Lluís Lleida

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